Me gustan las piedras. Algunas. Las que juntaba de chica en el arroyito de Córdoba. Decíamos que eran “granates” y las guardábamos en una cajita, porque eran nuestras piedras preciosas. O la mica, brillante, pegada en una piedra gris, a la vera del camino, en La Falda del Carmen. O las que traje de Salta y Jujuy, multicolores. Todavía debe quedar alguna. Otras, rojo fuego, misioneras, temperamentales. Tengo unas pequeñas, blancas, casi transparentes, que me trajo Arturo de su viaje. Y me gusta el viento. Para correr en su contra, hacerle frente y reírme, me energiza. Siento la vida y la naturaleza. Pero cuando el viento, que no sé de dónde sale, atropella